El amor es el sentimiento más sublime que puede experimentar una persona: el ser humano tiene la capacidad de pasar de una necesidad biológica de supervivencia mediante el apego, hacia quien lo quiere cuidar, es decir el que le proporciona los primeros cuidados en donde se le nombra, se le da identidad y le brinda la carga erótico sexual que es el inicio del amor.
Así, pasando de una postura de supervivencia al placer de saberse (mediante las sensaciones) que tiene un ser y que es procurado, o bien deseado.
El amor materno, el inicial, es aquél en el que nos fusionamos creyendo que estamos completos, que no necesitamos más que ese abrazo, ese olor, esa sensación nirvánica; este estado de ilusión, alucinatoria que nos ayuda a tolerar los embates que la vida nos presenta, esas sensaciones nos tranquilizan, nos dan esperanza, nos brindan seguridad poniendo al recién nacido en el circuito de amar y ser amado.
Dichas experiencias sensoriales se van introyectando día a día mediante los recuerdos o huellas mnémicas que permiten que el bebé ponga a prueba la seguridad que va sintiendo. Si se corroboran dichas experiencias, vamos construyendo una postura frente a los demás: que es el amor.
El amor, en el inicio de nuestras vidas, es totalmente físico, necesitamos caricias que recorran nuestro cuerpo delimitándonos de los demás objetos y erotizándonos al mismo tiempo. Después se le adhieren los sentidos a distancia: ven la imagen amada, escuchan las palabras continentes y al acordarse de todo ello, el amor se torna mental. De ahí, que el amor maduro que tiene que aflorar en la juventud temprana, cuando el adolescente puede centrarse en una sola persona.
Desde ésta perspectiva, el amor no comienza a partir de “quererse a sí mismo”; esto es ulterior a las experiencias rudimentarias del apego.
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