Desde que las disciplinas humanísticas como la filosofía, la psicología evolutiva, la clínica y la del desarrollo del niño, tomaron un punto de vista integral, han puesto en claro a través de la observación y de muchos estudios en estas ramas, la importancia de la función de la madre para el desarrollo del niño. Este comienza desde la aceptación del embarazo y el cuidado ulterior del hijo, así como la disposición a limitar su vida personal en todos los aspectos en aras de desarrollar la vida del hijo.
Se habla de una madre contenedora, nutriente, que presta su “yo personal” para que el niño adquiera el estatus de ser humano y después de persona para así poder integrarse a una sociedad ya establecida, para que pueda ser productivo y tener sentido de vida; que puede establecer relaciones socioemocionales y le brindan bienestar a él y a los demás.
Se habla del amor materno incondicional. De la disposición de la madre absolutamente entregada al hijo…
En este siglo se ha hablado con mayor frecuencia de la participación del padre en la crianza y educación de su prole. En el entendido moderno de que los padres no solamente deben estar a cargo de su familia en el sentido económico sino que además deben cuidar a la diada simbiótica (madre – hijo) desde antes del nacimiento y posterior a él, en una relación en dónde se pierden los límites del yo y del tú.
Toda la explicación anterior, sirve para decir que el establecimiento del primer vínculo (nuestra madre), modelo de relación futura afectiva – amorosa - erótica - sexual y que es absolutamente necesaria para existir como un ser humano, lograr la seguridad básica y así poder enfrentar las vicisitudes de la vida independiente con la meta de un bienestar, separados de ese vínculo en la búsqueda de la autonomía (John Boulby).
Estas experiencias de vida, se presentan alrededor de entre los 3 y los 5-6 años de edad, en dónde el papel del padre, su rol de identidad y su amor más objetivo, hacen que el mundo social (amigos, escuela, etc.) su madre solo se encuentra en el escenario de su psique, pero no el lo presencial.
Terapéuticamente hablando, el menor, que dicho sea de paso, está absolutamente simbiotizado con la madre, en donde no hay límites psíquicos entre ellos, empieza a transformarse en un individuo, con metas fuera de casa, con afectos en la escuela, con conocimientos del entorno por estímulo y la identificado con el padre.
El amor del padre, es el segundo amor de los seres humanos y es el que establece la “ley del padre”, la ley de la vida social, en la que lanza a su hijo verbalmente enseñanzas con principio de realidad en contraposición del principio del placer y de la completud que enseña la madre.
El padre, es, con su naturaleza masculina, el que conquista, el que persigue el deseo, el que objetiviza el amor, el que capitaliza su mente práctica para poner en el circuito de las dificultades a ese ser en desarrollo, es ese padre que le transmite al niño la fortaleza, la templanza que le hace falta para poder fungir como un ser masculino con todo lo que eso conlleva, para poder ser el ser individuado sin la madre presencial, con responsabilidad de su vida, afrontando las consecuencias de sus decisiones.
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