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Obligación con los adultos mayores.


El Derecho considera sin duda alguna que el envejecimiento, proceso por demás natural y en casos varios doloroso, es una causa de vulnerabilidad.

Toda vez que un adulto mayor encuentra dificultades asociadas precisamente a su edad, en particular a sus capacidades funcionales y de ejercitar sus derechos, merece especial atención en casos de violencia intrafamiliar.

Esta vulnerabilidad, contra toda lógica, parece hacerse más clara cuando se trata de las relaciones interpersonales del adulto mayor con sus descendientes, lamentablemente esta situación puede llegar a ser agresiva o amenazante. En tal sentido, el Artículo 200 fracción II, del Código Penal para el Distrito Federal contiene la descripción típica del delito de Violencia Familiar, en particular contra los ascendientes:

“Al haber un ambiente hostil y humillante para una persona quien, por su condición de adulto mayor, se encuentra en estado de vulnerabilidad ante quienes debieran cuidarlo, respetarlo y protegerlo”.

Profundizando más, el Artículo 304 del Código Civil para el Distrito Federal establece que:

“Los hijos están obligados a dar alimentos a los padres y a falta, o por imposibilidad de éstos, lo están los descendientes más próximos en grado”.

Dicho de otra manera: los hijos están obligados a dar a los padres, que así lo requieran, habitación, vestido, recreación y gastos de salud.

Un tema aparte es lo ocurrido cuando uno de los dos integrantes de la pareja muere. En caso de existir un testamento, el Código Civil para el Distrito Federal impone la obligación de dejar alimentos al cónyuge que sobrevivió (cónyuge supérstite), cuando esté impedido de trabajar y no tenga bienes suficientes; o en su caso, a la persona con quien el testador vivió como si fuera su cónyuge durante los dos años precedentes inmediatamente a su muerte, o con quien tuvo hijos.

Ahora bien, en caso de no existir testamento o fuera nulo o inválido, y coincidan hijos y cónyuge supérstite para heredar, el cónyuge heredará en la misma proporción que un hijo.

Sin embargo, la ausencia de testamento lejos de proteger a un cónyuge supérstite, lo lleva a un estado de indefensión. Un Adulto Mayor, que debe heredar en la misma proporción a un hijo, acude al juicio en franca desventaja, pues a pesar de que los sesenta años (edad legal para ser considerado adulto mayor), está lejos de ser la última etapa de su vida, sí representa una brecha que acorta mucho la posibilidad de ser productivo, y en consecuencia, la oportunidad de ser autosuficiente se ve limitada.

Vamos a hacer un ejercicio:

Imaginemos a Doña Sarita; reciente viuda de setenta años. Ella concurre a un juicio para heredar en la misma proporción que sus dos hijos: Eduardo y Luis, quienes se encuentran en sus cuarenta años y en la etapa más fructífera de su vida. Ellos tendrán la posibilidad de tener un trabajo, de cotizar ante el IMSS e INFONAVIT para adquirir eventualmente una casa; no así Doña Sarita, quien no puede producir y no cotiza, no puede comprar una nueva casa.

Supongamos además que la casa donde habita es el único bien a heredar y esta debe venderse para dar a los tres herederos una porción idéntica a cada uno. Eduardo y Luis podrán invertir ese dinero, pero para Doña Sarita esto no le permitirá hacerse de otros inmuebles donde pasar el resto de su vida.

Si extendemos algo más el ejemplo, al hecho de que hoy en día Doña Sarita puede tener una longevidad superior a los 80 años, el resultado será que ella, a falta de la provisión de un testamento, deberá abandonar su domicilio y enfrentarse a un panorama sórdido durante los últimos 10 o 15 años de su vida.

A fin de garantizar la protección de un adulto mayor, es deseable que los cónyuges testen a favor del sobreviviente, un legado que imponga el derecho del supérstite de habitar vitaliciamente el domicilio en donde han vivido en matrimonio. De esta manera pueden protegerse los derechos de los cónyuges adultos mayores entre sí.

Este es uno de tantos supuestos tratados por la ley, cada asunto es completamente distinto a otro.

Sin embargo, la obligación moral de velar por nuestros padres, adultos mayores, no debe nacer de su aspecto legal, sino de un legítimo reconocimiento y reciprocidad a los cuidados y atenciones brindadas por ellos a nosotros, desde nuestros primeros meses de vida hasta, en muchos casos, nuestra ya entrada vida adulta. Se trata así, de una obligación natural, apenas reproducida débilmente por las instituciones legales que la consignan.

¡Hasta la próxima edición!


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