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El imbécil.


Su novia me excitaba. El día de la boda, justo en el momento en que luchaba contra mi erección, Jorge me pidió que leyera una carta escrita por él. Me entregó una hoja manuscrita, doblada en tres partes, además de un sobre gordito que imaginé lleno de billetes, a modo de pago por la lectura que debía hacer ante un público conformado, mayormente, por familiares y amigos de los novios.

Dijo que el sobre era “una declaración de principios”. Así lo dijo, y me pidió abrirlo al final, cuando hubiera terminado de leer la carta.

Cuando jóvenes, Jorge y yo competíamos por ver quién se ligaba a la más guapa. A veces se me adelantaba en la conquista de una chica pechugona; otras, era yo quien le ganaba el mandado, como suele decirse, y seducía a una mujer de trasero opulento. Buscábamos, sobre todo, mujeres cuyas nalgas contradijeran sus gestos de monja, sus caras de “no rompo un plato”. Acompañé a Jorge en esas aventuras por varios años, hasta que el karma me las cobró toditas, y con creces: su nombre era Amapola. Ella me dejó un enorme hueco en la existencia, tan grande que intenté llenarlo con alcohol. Lo bueno es que tuve el apoyo de mi Carnalito, como le digo de cariño a Jorge por haberme sacado de ese agujero.

Jorge siguió con la tendencia de perseguir mujeres a quienes yo imaginaba con mal equilibrio, damas que nunca podrían modelar en pasarela porque caerían de nalgas a cada rato: solo así podían explicarse las hinchazones en sus retaguardias. Más tarde sucedió lo esperado: al enredarse con una de ellas ya no pudo pensar en otra chica. Esa fue la señal de que Natalia estaba hecha a su medida; una mujer envidiable: educada, sensual, con labios de postre. Sus ojos eran expresivos, como de animación japonesa, y su pantorrilla, abundante. Tenía más pierna y pechuga que una cubeta del Kentucky Fried Chicken.

La envidia me corroía: es la verdad. Incluso el día de la boda codicié a Natalia. Su peinado y perfume, al igual que el ventanazo de su escote, me inspiraban penosos arrebatos. Ese día me sentí un imbécil, pues aún sostenía una intensa erección cuando Jorge se acercó a mí, media hora antes de la ceremonia, para pedirme que leyera la carta. El jardín donde se consumaría el acto lucía pulcro, inmaculado. Me avergoncé de la imprudente parálisis de mi miembro en ese sitio: era un insulto al sagrado matrimonio que iba a celebrarse. Los nervios me salían por los ojos. Un sudor frío brillaba en mi frente. A Jorge no se le fue ese detalle. Nos conocíamos demasiado bien. “No te pongas nervioso, Carnalito –me dijo, casi en susurro-, tú y yo somos los amigos perfectos. Nos hemos acompañado en las buenas y en las malas”. Al principio creí que Jorge había advertido mi insensatez libidinosa, pero sus siguientes palabras anunciaron mi error. “Es tu deber –agregó-, eres el único a quien puedo ceder el honor de leerla. Te lo agradezco, hermano”. Ante eso solo pude asentir con la cabeza. Tuve que armarme de valor al escuchar mi nombre en los labios del maestro de ceremonias.

Subí a un escenario montado en una zona rodeada por árboles hermosos, en cuyo decorado se advertían manos expertas. La primera frase que encontré en la carta me animó. Al pararme frente al micrófono, en completa laxitud, me sentí dueño de mí mismo, y leí sin tropezar una sola vez: “Jorge tiene el honor de que yo sea su mejor amigo. Tan es así que estas podrían ser sus palabras. La amistad no vale por los gratos momentos que se comparten, sino por la complicidad que surge en los instantes que nos son adversos. Hay muchas evidencias, tanto buenas como malas, que permiten presumir el valor de una amistad. Sucede lo mismo con el matrimonio: en las pruebas de amor puede saberse si dos personas estarán unidas en las buenas y en las malas. Solo los amigos más fieles y las familias de los desposados pueden juzgar si será así. Por ello pido a ustedes, amablemente, que asomen bajo sus mesas y tomen el sobre ahí colocado, el cual he traído, a modo de obsequio, para las familias y amigos de Natalia y Jorge. Pido amablemente que examinen su contenido. Así podrán juzgar si el amor que hoy nos convoca quedará inscrito en la eternidad”.

Los invitados pusieron manos a la obra, pero tuve ventaja sobre ellos; al abrir el sobre encontré fotografías de cuerpos entrelazados, uno femenino y otro masculino, enfrascados en una lucha sudorosa, coital. Las piernas y senos de la chica me resultaron conocidos. Mi erección volvió enseguida. Sentí la mirada de las damas de honor en mi entrepierna, pero una fuerza extraña, superior a mí, me obligó a seguir observando esas imágenes en las cuales, finalmente, encontré el rostro de Natalia: sus gestos de niña buena convertidos en ascuas lascivas. Después, para mi sorpresa, descubrí que el rostro del hombre con quien Natalia sostenía relaciones no era el de Jorge. Entonces percibí cuchicheos escandalosos entre los invitados y ni aun así pude despegar mis ojos de aquellos cuadros. Viré mi rostro hacia Jorge, quien lucía triste y complacido. Vi a Natalia huir del lado de su padre, mientras este descargaba puñetazos sobre la mesa. La madre de la novia me clavó una mirada digna del Anticristo: “Imbécil –exclamó-, eres un imbécil”. Debo admitir que, hasta la fecha, no sé si su piropo se debió a mi regalo de bodas, o si estuvo motivado por el bulto que relucía a la altura de mi bragueta. En ese momento me pareció ver, a lo lejos, una pareja de plástico que se hundía en el pastel preparado para la ocasión.



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