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¿Perdemos el idioma o sólo se transforma?

Dra. Carolina Grajales Valdespino.

Escribir con siglas, emoticones, evitar las vocales

o darle múltiples significados a una sola grosería

¿implica ahorro de palabras o escasez de lenguaje?


Quienes vivimos el cambio del siglo XX al XXI podemos sentir gusto por tener la oportunidad de atestiguar los enormes avances en el desarrollo de la ciencia y la tecnología, reconocer cuántas sorpresas se nos presentan día con día por diversos descubrimientos en múltiples esferas. Otra cara de estas maravillas es analizar algunos efectos sociales y culturales que han traído consigo estas transformaciones sobre todo en lo que a comunicación se refiere y específicamente respecto al idioma o la lengua.


Históricamente, el análisis de la influencia de la tecnología en la esfera social viene desde el siglo XIX con el teórico Karl Marx, quien al hacerlo advertía que la persona no tendría que convertirse en un simple apéndice de la máquina, la humanidad debía tomar el control que le correspondía. En el presente siglo podemos constatar que hay una marcada tendencia a depender de las tecnologías y esto se maximiza entre la juventud, sobre todo en lo relativo a la interacción mediante computadoras, teléfonos celulares… y ha incidido en su hablar cotidiano.


Antes de tocar el punto de este cambiante modo de comunicación entre la juventud, veremos el antecedente de cómo la comunicación humana se ha analizado desde diversos enfoques a partir de sus tres elementos básicos: emisor – mensaje – receptor. Y en tales estudios se ha demostrado que, aunque podría pensarse que antes era “más sencillo” este proceso al hacerse de forma presencial, por vía telefónica, con cartas o telegramas... en realidad, establecer contacto hablado, epistolar o de cualquier manera nunca ha sido sencillo, siempre ha habido ruidos en la comunicación, interpretaciones erróneas y enredos que han sido motivo de novelas, películas, obras de teatro y más.


De acuerdo con la investigadora Aurelia Vargas Valencia del Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (2018) señala que “en México los jóvenes (estudiantes de nivel medio) utilizan entre 300 y mil 500 palabras para comunicarse; en el caso de los hablantes cultos, suelen emplear alrededor de 5,000 vocablos, aunque su conocimiento pasivo de voces sea de 10,000 ó 12,000” (*) y esto lo atribuye a la falta de lectura aunado a “una marcada carencia en el nivel de comprensión”.


Cuando escuchamos “en vivo” a un grupo de jóvenes podemos corroborar lo anterior al estar en un espacio universitario el primer día de clases, donde prevalecía la emoción y el entusiasmo, de forma casi intempestiva se desató la lluvia y junto con un grupo de quizá 20 o más personas buscamos guarecernos; eran mayoría mujeres, jóvenes estudiantes de licenciatura, aunque fue un tiempo breve de tal vez 10 minutos, tuve la oportunidad de escuchar sucintas conversaciones y darme cuenta del escaso vocabulario del grupo, la mayoría utilizaba las mismas palabras y llamó mi atención el exceso de groserías, en el diálogo decían tres o cuatro palabras y dos o tres majaderías, sin la intención de ofender a nadie, era tan sólo una muletilla repetida una y otra vez.


Era indudable el empobrecimiento del lenguaje, las groserías usadas como elementos que supongo pretendían dar énfasis y optimizar la comunicación, pero que lamentablemente se tradujo en un diálogo donde escaseaban las palabras y no eran muy claras las ideas. Me hizo recordar la comunicación en WhatsApp, Twitter, Facebook… donde se economizan las opiniones propias y lo común es el “Reenviado” de los mensajes, memes y emoticones. Quizá por la limitante de sólo aceptar un número determinado de palabras.


Si la interacción comunicativa es de por sí ya enredada, se añaden las tecnologías y nos colocan en la necesidad de hacer una reflexión colectiva: ¿Nos hemos apropiado de las tecnologías o las tecnologías se han apropiado de nosotros? ¿Cómo estamos utilizandolas? ¿cómo una herramienta que nos ayuda para el desarrollo de un rico lenguaje en pro de la agilidad y la rapidez comunicativa o está deteriorando el proceso cognitivo para aprender sobre nuestra propia lengua?


Importa aclarar que no se trata de la añoranza de “antes no se hablaba así” (se hacía en lo obscurito), o el susto por las “malas palabras”, NO, es más bien mi invitación a reflexionar sobre la pobreza del lenguaje con la intención de “ahorrar palabras” ¿para qué? No podemos conformarnos con un lenguaje que analiza la vida cotidiana en blanco y negro obviando todos los matices o el contenido de los grises que quedan en medio. Últimamente la palabra “verga” (y sus derivados) está en su máximo esplendor de repetición, aunque en realidad se trata de una vara, antena o percha que llevan los palos de un barco para sujetar en ella el grátil o gratil (parte central de la verga) de una vela, esto nos dice el Diccionario de María Moliner (2016). Me pregunto si quienes repiten acríticamente esta palabra tienen idea de su significado.


Este reduccionismo de la lengua no es privativo de México donde la palabra “güey” tiene infinidad de significados, en República Dominicana la palabra “vaina” implica tarea, frase, promesa, molesto… En Venezuela “un guayoyo” puede ser una taza de café, de aguamiel, un tintico… En cada país una palabra puede tener múltiples acepciones dependiendo de la región, esto nos dice que hay muchas formas de hablar el idioma español.


Lo visible es que utilizamos cada vez menos palabras quienes hablamos y escribimos en este idioma. Hay quien admira la capacidad de síntesis de la juventud de las nuevas generaciones y señalan que “Si antes se necesitaban miles de palabras para explicar una idea, ahora no, pues el lenguaje se transforma y avanza junto con la humanidad”.


En apariencia existe mucha conectividad por la proliferación de mensajes en las redes, lo cual implicaría una gran comunicación comunitaria y hasta planetaria, sin embargo, resulta que en realidad nos estamos acercando hacia una gran desconexión o desvinculación social cuando vemos a las familias y grupos de amistades reunidas y cada quien con su celular revisando mensajes.


Podrían buscarse algunos retos: quienes se conforman con reenviar mensajes recibidos podrían hacer el esfuerzo por escribir algunas líneas propias, pues tanta repetición hace pensar en una cierta flojera mental para redactar. Acordar con familiares y amistades guardar los celulares mientras dialogan o toman alimentos. Olvidar la búsqueda de la manita aprobatoria que da “like” y mejor departir con personas “en vivo”; jugar con las mascotas, escuchar el gorjeo de los pájaros, el ruido de la lluvia, caminar observando las nubes, volver a los parques a correr, jugar… buscar momentos placenteros como platicar con una persona real, dejar que la mente divague, leer un libro de papel, tocarlo, olerlo.


Puede parecer locura, pero leer el diccionario puede ser una gran aventura (sí el diccionario, 10 palabras diarias), esto da la oportunidad de sorprendernos y sin darnos cuenta defendemos la pérdida del idioma. Esto sería todo un reto ¿te atreverías a intentarlo?

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